LEER LA VIDA PARA PODER ESCRIBIRLA


enero 9th, 2015 / Mar Benegas/ 0 comments

El número 61 de la revista BIBLIOTECA, de la Red de Bibliotecas de Salamanca, ya está impreso y llegando a todas las bibliotecas de España. Para mí es un absoluto honor que Isabel Sánchez Fernández me invitase a participar, la calidad de la revista y el ahínco por fomentar la cultura y la lectura en las BP de Salamanca es ejemplar. Os dejo mi participación en dicha revista esperando que os guste, y, si podéis, conseguid un ejemplar de la revista: 

Leer la vida para poder escribirla.

¿Dónde encontrar paz?

El pacto con la ficción corresponde a
una voluntaria aceptación: el deseo de entrar en el bosque. Un bosque
donde la palabra palpita, incandescente, y levanta puentes. Hacedora
de caminos pero también de trampas. Un bosque donde todo vale y así
es aceptado de antemano, antes de atravesar su puerta. La palabra y
la imaginación se alían, se convierten en creadoras de realidades y
caminos. Ahí los libros: cada uno un árbol de este frondoso
refugio.

El camino que atraviesa el bosque nos
aleja de la vida real. Es un territorio pacífico, incluso cuando
narre la guerra más cruel, pues nos aporta el sosiego necesario.

El bosque de la ficción, el de los
libros; pero también el otro, el que se abre hacia adentro, están
construidos de la misma materia, son la misma cosa, por eso, pasear
por el bosque de la ficción calma el miedo al bosque interior, el
personal, el infinito bosque de nuestro inconsciente.

En el bosque de la ficción encontramos
los mismos símbolos que alumbran, que sanan, que muestran. Son los
símbolos-maestro, los que enseñan, como los cuentos de hadas, los
misterios de la vida y sus peligros. Y también las historias que son
gasa y bálsamo para restaurar los incendios devastadores del alma.
O aquellas que cuentan todo lo que no podremos realizar y se
vive desde ellas.

Y así poder vivir tres veces: la vida,
los sueños y los libros, ¿acaso no es todo lo mismo?

En este bosque; un ecosistema que
contiene otro y a otro y a otro…; la poesía es la tierra y el
sol, el agua y cada hoja de sus árboles, y cada brizna, y cada
destello de luz. La poesía está hecha con la misma materia de la
que se construyen los símbolos nocturnos, con las mismas luminarias
y las mismas alas. La poesía es la materia prima de todo lo onírico.

Y, no nos olvidemos, somos aquello que
fuimos capaces de soñar, para bien y para mal.

¿Cuándo descubrí ese trayecto de
ida y vuelta?

Comencé a leer la vida como si se
tratara de un libro, bien pequeña. Antes incluso de descubrir el
amor por la lectura. Mi deseo de entrar en el bosque de la ficción o
salir del callejón de la vida real comenzó, creo, sobre los cinco
años, fue entonces cuando me sentí “habitada”. Yo no sabía si
esa cantidad de experiencias; que se gestaban, nacían, crecían y
morían sin que nadie, más que yo, lo supiera; sucedía también en
los demás. En realidad, tanto el exceso de fantasía como la
familia de seres diminutos que vivían en mi garganta, o los sueños
que todavía hoy recuerdo, conformaron una realidad diferente, una
necesidad de evasión que se evaporaba, solamente, con ese ir y
venir, llegar y atravesar la puerta del bosque.

Cuando llegaron los libros, este ir y
venir, pudo suceder con más naturalidad. Mi “estar en las nubes”
sucedía con el beneplácito de los adultos. Pero no, yo no estaba en
las nubes, estaba en las profundidades de aquel bosque, perdida,
aquellos mundos íntimos que nadie podía imaginar. Sí, comencé a
leer mi vida cuando todavía no sabía leer. Y luego llegaron los
libros, que abrieron otros bosques, pero también inclinaron la
balanza: de la soledad hacia la tribu desconocida y lejana pero que
sentía parte de mí. Recuerdo aquellas palabras pronunciadas por María, la bibliotecaria de mi pueblo: “puedes
llevártelos a casa”, dijo. Y sin saberlo me dio una llave.

Pero toda construcción de un camino
necesita vocación, creo yo. Hay que apartar ramas y aplanar la
tierra, ir y venir, mil veces, transitar, volver a ir y volver a
venir hasta que el camino emerge y es visible y nos permite no
perdernos. Es decir, todo camino necesita tener un destino, incierto
o no, pero destino al fin y al cabo.

Yo tuve esa vocación, casi necesidad,
diría, de abrir un camino. Una senda que me llevase a un lugar menos
asfixiante. Y, además, explicarlo. Dejar de temer aquel universo que
se extendía, como un territorio infinito a veces oscuro y peligroso,
otras veces luminoso, pero siempre hacia adentro. Necesitaba un
espejo, como el de Alicia, que pudiera atravesar y luego volver.
Donde las normas obedecieran, exclusivamente, al caos, o al orden de
lo ficcional, a la emoción, al mundo de lo imaginado. Un lugar donde
todo fuera posible y me permitiera crear un mundo a mi medida. Una
ventana a aquellos símbolos que se manifestaban, sobre todo, en mis
sueños. Y las normas las establecía el lenguaje creador y evocativo
y las imágenes que a través suyo emergían. Desde muy pequeña tuve
el control y la entrada a un fabuloso mundo onírico, que ramificó,
creo, también en la parte consciente de mi pensamiento. Y todo eso
podía encontrar su reflejo, una afinidad; como aquel patito feo
que por fin encuentra a los suyos; en los libros.

¿Y la poesía, desde dónde llegó?

Demasiado pronto vi que el mundo tenía
dos caras, una era dolorosa y la otra bella las dos me dolían por
igual. Recuerdo la mano pobre de mi madre acercando una moneda a una
mano más pobre todavía. Recuerdo no tener televisión hasta mucho
después que todos mis amigos. Recuerdo aquella casa viejísima que
albergaba a los ocho hermanos y a sus dos padres, ambos hijos de la
guerra. Recuerdo las manos de aquel hombre, tan cruel, lanzando
cachorros contra la pared y cómo las lágrimas se quebraron dentro
de mis párpados, cómo se quedaron en la garganta todas las palabras
que, muchos años después, expresaría en un poema.

Tanto dolor para tan poco cuerpo. Había
tantas cosas que no podía explicar con las palabras normales, con
las que contaba cosas a mis amigas, o con las que respondía a los
maestros. Necesité indagar, llegar con el lenguaje donde no llegaba
nada más. Así surgió, sin poder nombrarlo todavía, el primer
poema.

Porque, pensemos lo que pensemos, vivir
no es fácil, y menos todavía para los niños. Vivir duele, y la
ficción nos ayuda, para eso está. La lectura es un abrevadero donde
saciar la sed pero también donde detenerse a descansar en el arduo
trayecto del vivir.

Desde siempre, escribir y leer, para
mí, no pueden ser separados, son la misma cosa. Los libros fueron la
compañía perfecta para ese ir y venir. Leía el mundo: los
árboles, las personas, las emociones, los paisajes. Todo era, y es,
transformado en ficción. Todo pasado por el tamiz de lo metafórico,
la poesía como transformación de la perplejidad continua en la que
veo inmersa si miro el mundo real. La poesía como jugo gástrico que
ayuda a la digestión de una realidad que cuesta digerir de otro
modo.

Leía, y leo, con la misma devoción el
rostro de una anciana, que una conversación interesante, que aquel
poema de Lorca. Leía, y leo, la vida. Los libros son la vida misma,
pequeñas cápsulas de vida, otras, que hacían que no me sintiera
tan sola. Con los libros establecí ese pacto, que todavía dura, y
que había establecido ya antes, de bien pequeña conmigo misma: es
mi universo, el de adentro y todo lo fabuloso puede acontecer.

En la vida real había cosas,
demasiadas, que no podía expresar de ninguna manera. Aquellas cosas
que me dañaban, porque el mundo es doloroso, porque es injusto y no
se comprende. Pero también me hería la belleza. Aquellas pequeñas
laceraciones que se abrían en mi espíritu cuando miraba hacia el
cielo, o cuando me asomaba al balcón, o cuando estaba en la cama de
un hospital.  Eran las heridas que no podía sanar con
las manos de mi vida corriente.

Y por eso necesité las manos de la
poesía (que todavía no tenía nombre para mí). Necesité el barro
de la palabra para construir la casa del poema. Un refugio donde
guarecerme. Como necesité, sin saberlo, aquellos libros “de
mayores” que leía a escondidas, que me ayudaron a desbrozar el
camino de ida y vuelta, al bosque de la ficción.

De pronto, el mundo, se abrió ante mí
como algo que yo podía leer y reescribir para transformarlo, ese era
el único modo, para mí, de estar en él. El lenguaje, la poesía,
fueron un campo de trigo donde pude alimentarme. Y los libros,
siempre llenos, saciados, generosos.

Aquellas semillas se convierten en
espigas que que luego se transforman en harina. Amasar y hornear.
Así, el pan de la palabra: alimento que crece en el interior del
bosque. 
Mar Benegas