Diario en pasado imperfecto

10 de noviembre de 2012 Mar2025 0 Comments
Diario en pasado imperfecto
Cuando murió mi padre yo tenía 11 años, casi recién cumplidos. Vivíamos en un piso con un pasillo largo, el pasillo comenzaba en la puerta de casa y terminaba en el salón. Él solía sentarse en la mecedora, una mecedora de skay verde, al lado del balcón.  
Después de que muriera yo seguía viéndolo entrar en casa, oía perfectamente el ruido de la cerradura, lo veía atravesar el largo pasillo. Otras veces estaba en la mecedora, sentado, al lado del balcón, como siempre, como si nada hubiera sucedido. Así durante más de un año.
Yo entonces ya tenía mucha imaginación, eso me decía todo el mundo. También me lo dijo mi madre cuando le conté que seguía viendo a mi padre. Estábamos en la cocina y yo lo acababa de ver andando tranquilamente. Me dijo: son imaginaciones tuyas, a la vez que se le caía al suelo la cazuela que llevaba entre las manos. Era verdad que tenía mucha imaginación, por eso nunca me planteé si mi padre era “real” sabía que estaba muerto, pero yo entonces ya vivía entre dos mundos, el mundo-mundo y el otro, que entonces pensaba sólo mío. Para mí todo eso, lo otro, sucedía con naturalidad. Por eso era verdadero, sin más vueltas, tanto como aquella familia de seres diminutos que vivió en mi garganta hasta que cumplí 6 años, los veía y escuchaba con total claridad. “Amigos imaginarios” les hubieran llamado si se lo hubiera contado a algún adulto. Para mí eran tan reales como las sensaciones que tenía en mis sueños. O aquellos juegos simbólicos en los que pasé por encima de las teorías modernas que dicen que esa etapa termina en una época temprana en la vida de una niña. En mí no sudeció, seguí jugando simbólicamente hasta casi la adolescencia, inventando y dando otra vida a los objetos más inverosímiles, y sigo en ello, sólo que ahora utilizo las palabras. Ceo que nunca abandoné aquella etapa del juego simbólico, eso es, para mí, la poesía.
También dentro de mis sueños tenía mucha imaginación, era capaz de soñar “a la carta”, cambiar mis sueños dentro de ellos con solo desearlo. Luego supe que a eso lo llaman “sueños concientes”, pero la conciencia es algo muy flexible y se deja invadir por lo onírico con mucha facilidad. Entonces podía volver a soñar, si lo deseaba, por capítulos, con el sueño que dejé a medio terminar la noche anterior o antes de levantarme para beber agua, lo hacía siempre que el sueño me hubiera resultado agradable. 
Casi prefería soñar que estar despierta, y, mientras estaba despierta, los sueños también me invadían. Desarrollé una capacidad que todavía domino: estar en dos sitios a la vez: escuchando al maestro y creando una historia fantástica en mi mente. Ser capaz de saber, a pesar de no prestarles la mínima atención, lo que estaban diciendo. Eso me permitía aprobar los exámenes y contestar las preguntas imprevistas que me hacían. Perfeccioné la técnica hasta niveles insospechados, era capaz de mirar al maestro con tanta fijación que terminaba difuminándose, y lo veía borroso, dejaba de existir, sólo escuchaba su voz como un murmullo de fondo. Mientras tanto, en mi cabeza, bullían historias épicas, pero él no se daba cuenta, claro. 
En aquella época de control absoluto de mi subconsciente, o de control absoluto de mi subconsciente sobre mí, no tenía pesadillas. Sólo recuerdo una, muy importante eso sí, en la que me desperté llorando. Debía tener 5 años cuando soñé que había muerto Superman y sufrí muchísimo. Entonces no sabía cuanta importancia tenía ese sueño: la muerte del Héroe. Fue muy precoz para mí, pero me sirvió, sí, a un nivel que entonces ni siquiera vislumbraba. Me sirvió para darme cuenta de que los héroes no existen, están muertos, y tienes que apañártelas sola.

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Mar Benegas
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