¿Arquetipos o estereotipos? ¡Qué lío de cuentos!


diciembre 17th, 2016 / Mar Benegas/ 1 comment

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Hay algo que sucede, de manera invariable, en todos los cursos que imparto. Cuando llegamos a esa parte en la que hablo de la necesidad de ofrecer historias ficcionales de calidad, que ayuden y cuenten la vida; con su alegría y su dolor, sus obstáculos y pruebas, su sufrimiento y sus recompensas; que permitan a los niños y niñas formar una estructura sólida de vivencias extraordinarias que, a pesar de ser ficcionales, les ayudarán a enfrentarse a la realidad cuando corresponda; en ese momento siempre aparecen algunos temas recurrentes. Es cuando afloran todos los estereotipos:  de género, de la violencia, de la protección de la infancia, sobre la (buena) intención de evitar el sufrimiento a los niños. En general, la idea preconcebida, sería que al repetir o contar cuentos en los que aparezca la violencia o el sexismo convertimos a los niños en violentos o sexistas. Otra que también se repite es pensar que es mejor no infringir sufrimientos innecesarios a la infancia evitando cualquier contacto (que incluye la ficción) con la muerte o el dolor. Pero la realidad es que mientras aquí andamos escondiendo a la abuelita en el armario para que no la maten o manipulando y cambiando a Caperucita, a unos cuantos miles de kilométros, y en el mundo real, están matando a niños sin ningún tipo de compasión. También es una realidad que 1 de cada 20 niños sufre abusos sexuales o que cada 7 horas una mujer es violada en España. Pero pareciera que la violencia es, casi en exclusiva, por los cuentos que les contamos. O, lo que es más extrañamente justificable, como si fuera evitarse dejando de hacerlo. Y, mientras tanto, el sistema (que es el que es realmente violento) se frota las manos y hace caja, sabiéndonos personas cada vez más anestesiadas y con menos recursos psíquicos para defendernos.

Ayer vi la imagen que encabeza estas letras en las redes. No me he preocupado de buscar si todavía circulan estos libros, porque sé que en cualquier centro comercial o tienda de juguetes esta imagen se repite hasta la saciedad. Y al ver esta imagen acompañada de un mensaje encendido y justificado, recordé cómo, sin ir más lejos, la semana pasada en una de las charlas que ofrecí en Madrid, una de las participantes dijo que ella no quería contar a su hija cuentos tradicionales porque eran muy machistas, que prefería enseñarle a su hija a ser fuerte, aunque -matizó- no se consideraba a sí misma feminista. Le contesté que yo sí, que yo sí soy feminista, de hecho no entendería mi lugar  en el mundo desde otra perspectiva. Y después hablamos, mucho, pero esta anécdota no es, en realidad, algo diferente a lo que sucede cada vez, ya sean docentes o familias.

La verdad es que pensar que un cuento va a influir en el futuro de nuestras niñas de ese modo, o que son los cuentos (en su esencia)  los responsables (aunque sea un poco) de este sistema patriarcal y asesino me parece una idea tan peligrosa que me da pavor.

Y entonces pienso en cómo esta nueva forma de censura blanca y blanda, ejercida desde el amor y la verticalidad, esa sobreprotección, tiene el efecto contrario porque evita la construcción de un debate sobre los roles de género, sobre la violencia, sobre el dolor. Porque da una imagen parcial de la vida y del mundo. Y esto, queramos o no, es lo que ayuda a perpetuar esos estereotipos de género (y otros muchos). En ese momento, la industria, con su dios todopoderoso Disney a la cabeza, también se frota  las manos. Dejamos que sean las marcas comerciales, que venden sus productos, los que ofrezcan a nuestros niños un imaginario edulcorado, endeble y fácilmente deglutible. Sin ningún tipo de giro, ni de conflicto que no sea fácilmente previsible: un imaginario plano y simplista. Se evita lo literario, las historias cada vez son más superficiales. Y si ahora tocan princesas guerreras porque es lo que demanda la moda, pues haremos unas cuantas, pero la trampa sigue siendo la misma: el mercadeo de la infancia. Y es que la ficción no es un producto comercial (aquí linda con la poesía). Y sí, aunque es estupendo que se vendan libros y que se lean, si se hace, exclusivamente, para ser comercializada, entonces hablamos de otra cosa. La ficción, antes que nada, es un recurso básico y necesario para construir el andamiaje psíquico.

Creo que tenemos un problema de compresión, una confusión entre dos conceptos que son claves en este asunto, y es que se confunden en toda su amplitud y profundidad. Nos cuesta diferenciar entre los conceptos  “estereotipo” y “arquetipo”.

Y es que los estereotipos son culturales al cien por cien. No así las historias, algunas milenarias y que, cambiando los aspectos culturales que las adornan, han perdurado durante siglos.  Es cultural. por ejemplo, que las niñas hablen las últimas cuando estoy en una clase y doy la palabra, la mayoría de veces después de animarlas con frases del tipo: “¿Y las niñas de esta clase no tienen nada que decir?”. Es perversa la violencia de los videojuegos (casi todos, en general) a los que juegan los niños. Y perverso también ver cómo incluso existen los dibujos animados para niñas y los que son para niños. Que marcan tan claramente los roles: unos ofrecen violencia gratuita y competetividad bestial y los otros, tartas de fresa dulces y amorosas: debilidad y sumisión. Es cultural que si un niño o niña se identifica con un género que no corresponde a su esquema corporal no serán aceptados por el colectivo que debería protegerlos. En un sistema capitalista es el mercado el que impone y se aprovecha de estos estereotipos, desde los colores de la ropa a los productos a consumir. Por ejemplo, hay un impuesto tácito sobre  el rosa que, en general, roza el 10%. ¿Cuántas de esas personas, me pregunto, que tanto cuidan no contar ciertos cuentos, cuidan también todos estos otros miles de detalles?

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Ejemplo de cómo se forma un estereotipo: búsqueda en Google: “imágenes Blancanieves”

Pero tenemos en muy baja consideración la capacidad y el intelecto de nuestros niños. ¿Pensamos que, a pesar de ver dibujos, jugar a videojuegos o vestir de rosa (porque es lo que hacen todos los niños de su entorno), si les contamos un cuento, por ejemplo Blancanieves, la niña que lo reciba va a ser por él que piense que su destino será cuidar a siete enanitos y dormir hasta que venga un chico que, a la primera que se encuentra durmiendo en el bosque,  le da un beso? ¿Y el niño?, ¿se creerá en derecho por escuchar ese cuento de besar a niñas que duermen, a mujeres inconscientes?, ¿de verdad será por el cuento? Las niñas que yo me encuentro, en general, no, y tampoco los niños. Es, sin duda, un proceso más largo y que se inicia casi en el momento de nacer. Lo mismo si hablamos de Cenicienta: por más que lo contemos no creo que ninguna niña vaya a pensar que su destino es tener una madrastra fatídica y pasarse la vida limpiando. No. No creo. A no ser, por supuesto, que intervenga la marca comercial de Disney con todo su aparataje seductor y perverso.

Pero el lenguaje de los cuentos es ficcional y simbólico. Y nuestras niñas, poderosas, sabias y estupendas (si las dejamos), lo saben. La ficción es una representación que bebe del mundo simbólico. Blancanieves (por seguir con el ejemplo, aunque bien podríamos tomar cualquier otro) no las representa a ellas, representa un arquetipo: un modelo fundacional de una parte de su mente y de su personalidad, algo que nos habita a todos, hombres y mujeres. Y aquí nos hacemos el lío. Y nos olvidamos, por ejemplo, que eran las mujeres las que narraban, contaban, guardaban e inventaban las historias para enseñar al grupo, a los jóvenes, a las niñas, que se hacía para formular una conciencia colectiva, para que fuera bastón que ayudase a sortear los peligros de la vida y cómo guiarse en ella de manera digna.  Y que, en realidad, esos modelos de niñas y mujeres (tantas veces protagonistas de los cuentos, que, indudablemente pasarían el test de Bechdel, que no pasan, por ejemplo la mayoría de películas) de las historias eran fuertes y conseguían vencer, siempre, a pesar de las adversidades. Esa pequeña de Barba Azul, por ejemplo, que, superando su miedo, consigue vencer al depredador. ¿Cuántos depredadores, dentro y fuera, se encontrarán nuestras niñas y jóvenes en el mundo?

La vida es compleja, difícil, y siempre contiene mil matices. Intentar conocerse y manejarse con todos ellos es un abismo casi insondable. Cabe el amor y también el dolor, la paz y la guerra. Y por eso, las personas (de más de 7 años), necesitamos los arquetipos (arquetipos que son un elemento fundamental, esos símbolos que llegan al inicio de todo). Los arquetipos habitan y formulan nuestra psique, la dotan de una estructura sólida y común. Se aprecian en los sueños y conforman una identidad colectiva esencial. Ajenos a los juicios, y, por supuesto, ajenos a los estereotipos. Por eso, porque forman el equipamiento de nuestra conciencia, de todo lo que no se ve a simple vista, del crisol de reflejos y sombras que nos hace humanos. Nos sirven, y nos sirven mucho.

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Siete enanitos blancos.

Podría ser este un pequeño análisis, de los tantos símbolos que aparecen, en un cuento cualquiera: y es que Blancanieves no es, para nada, una niña malquerida, esclava de siete hombres, a la que drogan y de la que abusan sexualmente mientras duerme, y que termina casándose con su abusador. No. Este sería es el resumen literal al que se puede lllegar si se carece de las herramientas básicas para distinguir la cantidad de símbolos que habitan esa historia. Blancanieves es el solsticio del invierno, es ese frío temido que terminaba con las cosechas, el que parece detener el mundo, matarlo y sepultarlo bajo la fría capa de hielo, pero también es la esperanza, la belleza de saber que bajo el rigor y el sufrimiento, habita la semilla de todas las primaveras. Y así sucede también en el interior de todas las personas. Porque a veces, la muerte es necesaria, todos esos momentos en que, a lo largo de la vida, necesitaremos “morir”. Que habremos de atravesar el duro invierno, temblar de frío, y, solamente desde esa muerte, volver a renacer. Blancanieves es el mito del Ave Fénix resurgiendo de las cenizas. La que ha de entrar y vivir en el bosque oscuro: su alma. Y allí, en medio de la soledad, encuentra siete aliados y  siete no es un número al azar. Siete son, por ejemplo, los siete niveles de conciencia, siete los números del tiempo, siete días de la semana o los cambios de las fases lunares, etc.. Y Blancanieves atraviesa ese camino, y muere. Hasta que llega la primavera, el sol, símbolo masculino que también habita en su bosque, en su interior, y despierta, renacida y poderosa, de su proceso. Y todos, hombres y mujeres, tenemos a Blancanieves en nuestra psique, y esta historia nos permite conectar con ella y saber, a un nivel simbólico, que, a veces, hay que atravesar la crisis, morir, para volver a contruirnos. No darnos por vencidos, porque, incluso bajo el hielo, cuando parece que todo está inmóvil e inerte, yace una semilla, y la vida se abrirá paso cuando estemos preparados.